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Mundo

De cara al 2016

Uno de los problemas que está afectando estos días la situación política de dos de las democracias más importantes de América Latina, Brasil y Chile, es la corrupción, vinculada en varios de los casos denunciados a la financiación de las campañas electorales.

El financiamiento de la política es un tema crítico de la democracia. Si la democracia, en su fundamento esencial, es que el pueblo decida quién le gobierna, el principio básico es que los ciudadanos puedan votar libremente.

Votar libremente significa no tener temor -a represalias, al respeto de la secretividad del voto, a que los votos se cuenten bien, etc- sino también estar bien informado de las diferentes opciones, los candidatos, sus antecedentes y el programa que ofrecen.

Para lo anterior, y por tanto para la equidad en la competencia electoral, son esenciales la libertad de expresión y tener financiamiento mínimo para la organización, movilización y divulgación de la campaña electoral.

El caso es aún más pertinente para nuestro país. Cuando el día de las elecciones de 2011, a las 2 de la tarde, el Jefe de la Misión de Observación Electoral de la OEA, Dante Caputo, convocó a una conferencia de prensa para decir que por la obstrucción del gobierno para acreditar observadores en un número significativo de mesas electorales, se habían quedado sin capacidad de saber qué estaba ocurriendo en las elecciones (“nos falló el radar, no, no nos falló, nos lo taparon”, dijo mientras con la mano gesticulaba como tapando la boca de una botella), en el equipo de dirección de la campaña de Fabio Gadea Mantilla, candidato presidencial de la oposición a Ortega por la Alianza PLI, se inició una discusión sobre si desconocer de inmediato o no, los resultados electorales.

Desconocerlos, hubiera creado una crisis de legitimidad a la inconstitucional reelección de Ortega. Prevaleció la posición contraria, con el argumento de que, como lo había anunciado el orteguista Presidente del Consejo Supremo Electoral (CSE), no autorizaría el reembolso de fondos por la campaña electoral a quienes alegaran fraude, y la Alianza PLI se había endeudado con los Bancos con la fianza del CSE para el repago.

Fue un error histórico. Ortega se adjudicó dos terceras partes del voto, cuando nunca antes había obtenido más de la tercera, y sobre todo, el monumental fraude pasó internacionalmente desapercibido por la impotencia que mostramos en la oposición. Con la eventual crisis de legitimidad, como mínimo, el CSE habría autorizado el repago a los Bancos.

El tema importa por nuestro futuro inmediato: las elecciones de 2016.

La pretensión de reelección y dinástica de Ortega, es obvia. Esta pretensión, como lo demuestra nuestra historia, compromete las posibilidades de democracia y prosperidad para Nicaragua, pues invita a otro ciclo de violencia.

Las elecciones de 2016, tal como están proyectadas, son una farsa. ¿Qué opciones tenemos, entonces?.

Primero, que se unifique la oposición. Esto depende, fundamentalmente, del Partido Liberal Independiente (PLI), donde últimamente se ha agrupado el antiorteguismo histórico, y esa unificación debe incluir, como condición esencial, al MRS, que se ha acreditado como una oposición creíble al orteguismo y se ha ganado la confianza de los tradicionales sectores antiorteguistas, incluso en el conocido como “corredor de la contra”.

Segundo, que la oposición se unifique en torno a un candidato creíble, que encante, que ilusione. Difícil pensar que ese candidato no sea de “ruptura” con el pasado, y por tanto no debe ser percibido como parte de la política del pasado, y esta condición nos incluye a muchos.

Tercero, que tanto el candidato presidencial y su vice, así como la lista de candidatos a diputados deben, para ser creíbles, comprometerse públicamente a que no ocuparan curules legislativas si los resultados electorales, como en 2011, son cuestionables.

Cuarto, que no se dependa de financiamiento bancario, para no exponerse al riesgo de 2011. Campaña de a pie, y pagada por los ciudadanos.

Finalmente, y como lo han pedido tantas voces, que hayan condiciones -empezando por el CSE y la observación electoral- que garanticen unas elecciones creíbles desde el punto de vista democrático.
Más de lo mismo no hace bien a nadie, incluyendo a los orteguistas. No le hace bien a Nicaragua.